La Iglesia
de Cristo ha recibido de su Fundador el mandato misionero que ha reafirmado el
Concilio Vaticano II: «La Iglesia peregrinante es, por su naturaleza,
misionera» (AG, 2); ella debe ir a evangelizar para fortalecer la vida
de los hombres. Para los Servidores de la Palabra este mismo imperativo del
Señor constituye nuestra espiritualidad.
Si la
espiritualidad es una forma de vivir el Evangelio, nosotros la encontramos en
el significado bíblico del nombre que llevamos: somos Servidores de la Palabra
para ir por todo el mundo proclamando la buena noticia a toda criatura (cf. Lc
1, 2; Mc 16, 15).
Espíritu de servicio y de sacrificio
Para el
Servidor de la Palabra la misión consiste en evangelizar, obedeciendo al
llamado de Dios y teniendo en programa una vida de servicio y de sacrificio.
Vivir como servidores, con verdadero espíritu comunitario, es nuestro
compromiso frente al mandato de nuestro Señor Jesucristo.
El espíritu misionero es el espíritu de Cristo, Misionero del Padre, que por obediencia a Él y por amor a los hombres asumió una vida de sacrificio. Al venir al mundo, la segunda Persona de la Santísima Trinidad se revistió de pobreza para acercarse a nosotros, los pobres, y levantarnos de la miseria a costa del sacrificio de su vida. Su privilegio fue servir a los demás, sin importarle las humillaciones y fatigas. Es por eso que la pobreza y el espíritu de sacrificio son virtudes indispensables para llevar con eficacia la Palabra de Dios a los hermanos.
La pobreza,
vivida como dependencia absoluta de Dios, y como disponibilidad para el
servicio del hombre, es la primera cualidad que Dios exige a los que llama para
continuar su obra. En la línea del apostolado, la vivencia de la pobreza es un
elemento importantísimo para enriquecer a los hombres en la experiencia de
Dios.
San Pablo
nos presenta el retrato del misionero, generoso y sacrificado, que sigue estas
pautas en su vida: «Que todos nos consideren como servidores de Cristo
y encargados suyos para administrar las obras misteriosas de Dios» (1Co
4, 1.9.11-13). Quien aprende a valorar el sacrificio como medio de purificación
puede dar un testimonio auténticamente evangélico. Este es el espíritu
misionero que deben tener los elegidos a llevar el evangelio.
La virtud de la humildad
La humildad
es indispensable para que el misionero pueda perseverar en su vocación y
permitir que Dios actúe y manifieste su amor. Los Servidores de la Palabra
deben procurar el cultivo de esta virtud, sabiendo que Dios resiste a los
soberbios y da su gracia a los humildes.
El mismo
nombre de servidores es un programa de vida: el servidor
trabaja a beneficio de otros, no es el mejor ni el más importante. Su trabajo
es obedecer al Señor con generosidad y darle gloria por lo que Él realiza
mediante sus servidores. Debe tener presente, al cabo de la actividad
apostólica, lo que el Señor nos enseña: «Cuando hayan hecho todo lo
mandado, digan: no somos más que unos pobres servidores, que hemos hecho lo que
teníamos que hacer» (Lc 17, 10).
El Servidor
de la Palabra, que está llamado a realizar obras grandes a favor de los demás,
necesita ser generoso para conseguir mucha ayuda de Dios; nunca debe compararse
con otras instituciones apostólicas, sino que ha de estar abierto para
descubrir los talentos de los otros.
Vida de oración
Hay un
elemento que está a la base de una evangelización eficaz, y éste es la
comunicación con Dios en la oración. Un Servidor de la Palabra vale tanto
cuanto sabe orar, así que, para anunciar la Palabra de Dios, el Servidor de la
Palabra debe ser hombre de oración, pues de ello depende la eficacia de su
apostolado.
El misionero
encuentra la paz en la oración, para sí mismo y para los demás. Sabe que orar
no es sólo hablar con Dios, sino también callar y escuchar lo que el Señor le
pueda comunicar. Para esto se necesita un corazón humilde y lleno de fe, por el
que pueda estar en sintonía con Dios. Además de la Liturgia de las Horas y la
Eucaristía diaria, tiene una hora cotidiana de oración ante el Santísimo
Sacramento del Altar.
Inquietos y tesoneros
Una persona
que se consagra a Dios no puede ser una persona dormida; el Servidor de la
Palabra debe ser ágil, generoso, dinámico, inquieto, tesonero y emprendedor.
Así podrá llevar la Palabra de Dios sin miramientos ni complejo alguno.
Su deseo de
anunciar la Palabra de Dios no debe admitir ninguna barrera ni de tiempo, ni de
espacio. La enseñanza de la parábola de los talentos (Mt 25, 14-30) ilustra muy
bien la dinámica que Cristo exige al Servidor de la Palabra.
Con
expresiones muy duras, Jesús reprende en esta parábola a quien se contenta con
no echar a perder lo que Dios le ha entregado. Lo llama servidor flojo, malo e
inútil, al que su amo condena arrojándolo en la oscuridad de «allá
afuera donde hay llanto y desesperación».
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